·VII·
Rastros
Nuestro recorrido termina con una mirada atrás, observando el rastro de nuestras pisadas en el juego. En esta última sala la muerte es un punto y final, el último instante tras el que la obra termina, recogemos y nos vamos. Quizá sea aquí el lugar en el que el videojuego cristaliza sus poéticas más intensas, a pesar de que los juegos que contiene sean los más breves de todo el recorrido, capaces de encapsular toda una vida en píldoras que van de los diez minutos a apenas los diez últimos segundos de un mundo que colapsa. Arranca el juego y el universo estalla, pero no solo en su escala cósmica y sideral sino en lo más inmediato, en esas pocas prioridades que afloran con claridad cuando la certeza del final se hace absoluta. Nada como asomarnos a nuestros últimos instantes de existencia para encontrarnos a nosotras mismas en la decisión de cómo emplearlos.
En Rastros todo se reduce a lo que hemos sido mientras jugábamos: los caminos que decidimos seguir o abandonar, los pensamientos y reflexiones que nos surgieron ante la visión de un hito, la actitud y entereza con la que afrontamos la noticia de que nos quedan dos pasos de vida. Y después la nada, fundido a negro. ¿Nos despediremos de quien tenemos al lado con un beso o lloraremos porque ya no podremos darnos la mano? ¿Vagaremos en busca de supervivencia o nos entregaremos al destino con templanza y serenidad? ¿Echaremos la vista atrás hacia la senda recorrida por el cosmos compartido del videojuego?