Pathologic 2

Ice-Pick Lodge, 2019

Pathologic 2 arranca por el final, con tu ciudad natal devastada por una horrible enfermedad que, te dicen, no has podido curar. Las calles, repletas de cadáveres y en estado de sitio, arden con el fuego de las piras funerarias y los lanzallamas de los militares, y de terrible oscuridad que lo cubre todo solo escapan agonías y gritos. El recibimiento es absolutamente caótico y frenético, como si paseáramos por un diorama que representa el día en que el infierno se llenó y los demonios asaltaron la Tierra. Es imposible sacar nada en claro entre la locura que ha tomado el control de lo que queda este sitio, salvo la aparente rotundidad con la que todo el mundo cree en que todo es culpa tuya porque dijiste, en vano, que los salvarías. Por suerte, esta introducción a golpes no dura mucho, y una vez te ha quedado claro cómo puede acabarse el juego, el tiempo se desanda y te emplazan, esta vez sí, al inicio. Antes, eso sí, te dicen que vayas con cuidado, porque solo tendrás 12 días para evitar todo lo que ya has visto, y que por mucho que te afanes en ello, no vas a poder salvar a todo el mundo.

En Pathologic 2 la muerte y su incertidumbre son las únicas constantes. Aquí te definen tu vulnerabilidad, tus limitaciones y tu desconocimiento: tu cuerpo es débil y reclama atenciones continuas, la ciudad es demasiado grande y tus pulmones demasiado pequeños, la plaga a la que te enfrentas es un enemigo sin objetivos ni rostro. Puedes caer víctima de la sed y del hambre, del cansancio y de la enfermedad, de un disparo o de una puñalada en el costado, pero ninguna de tus muertes es nunca definitiva. Si caes, el juego te levanta, te impone un pequeño castigo y te dice que sigas: aquí lo que importa es la vida de toda esa gente que depende de ti para vivir otro día. Dejarte morir sería un egoísta favor, la oportunidad del descanso.

Pathologic 2

La peste de Pathologic 2 tiene una fenomenología muy específica: envenena el aire, deja a la gente en la cama y cubre de pústulas las pieles y las fachadas de los edificios. Su patología, no obstante, va mucho más allá del cuadro clínico, y afecta a las mismas bases y estructuras del pacto sociopolítico que regía la vida de la ciudad antes del cataclismo. «El alma es más débil que el cuerpo. Se rompe como una cerilla», y la de la ciudad sobrevivía mirando hacia otro lado, negándose a ver la verdad producida por el choque de las realidades que acogía hasta el mismo instante en que todas ellas colapsaron sobre sí mismas. «El tiempo tiene la última palabra cuando se trata de la muerte y la vida», y quizá 12 días basten para sintetizar una cura a la enfermedad, pero sus secuelas serán visibles durante el resto de los días. «Habrá más días felices», pero no para todo el mundo, porque hagas lo que hagas, a algunas solo les esperan la enfermedad, el fuego y las cenizas.