The Stillness of the Wind

Memory of God / Lambic Studios, 2019

La representación de la ruralidad es una de las asignaturas pendientes del videojuego. El acercamiento que el medio ha tenido a esta región existencial ha estado comúnmente lastrado por sus inercias más industrializadas, más pendiente de ideas de productividad que de cuestiones identitarias. El videojuego rural, si es que es posible localizarlo, ha tendido a sobrevolar el campo desde demasiada altura, con una mirada urbanizada que solo ha visto un marco en el que crear bucles jugables basados en la criba, explotación y consumo de recursos. Un no-lugar lleno de posibilidades en forma de cosas que hacer, pero con poco margen para ser. Repleto de promesas, pero sin espacio para echar raíces.

The Stillness of the Wind, narra el final de la vida de Talma. Su granja, su casa, su pozo, sus cabras, su buzón y su terrenito conforman los límites de su mundo. El tiempo le pasa cada vez más rápido, aunque en realidad es ella la que con el paso de los días va más lenta. El huerto se le ha quedado grande, el camino de ida y vuelta con el cubo de agua se lleva un buen pedazo de día, y a veces se le hace tan tarde que tiene que elegir entre comer, descansar o leer el correo. El cartero que la visita cada día es su único vínculo con una familia que la ha dejado atrás, pero que no para de escribirle cartas diciendo que a ver si ven algún día, que ya ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Pero nunca ocurre. Talma siempre está sola.

The Stillness of the Wind

Este es un videojuego que abre un contexto al que, a falta de experiencias personales similares, solo podemos acercarnos de la manera más honesta posible, sin juicios ni apriorismos. Jugar con Talma es una supervivencia constante sostenida a duras penas en una cotidianidad resignada, hecha a partes iguales de la imposibilidad de haber sido otra cosa y de ese egoísmo epistolar que hace del afecto algo unidireccional. Como si bastara decir te quiero, te pienso, te echo de menos.

En The Stillness of the Wind somos la lentitud de la anciana, su risa cuando acaricia un chivito, la noche en que se nos olvida cerrar la valla y se escapan los animales. En ningún momento hay objetivo o dirección explícitos, solo la suma de las jornadas que se van sucediendo, entre noticias que siempre recibimos y nunca damos, cada día enteradas de cómo están los demás, pero nunca de cómo está Talma. Como si ya la hubiesen olvidado, abandonada en esa región tachada tan habitualmente de periférica y secundaria, más vaciada que vacía.