Shelter
Might & Delight, 2013
En Shelter la muerte tiene muchos nombres. En el viaje de esta tejona y sus cinco crías puede llamarse “hambre”, “incendio”, “rapaces” o “frío”. Desde que la familia abandona la cueva que acoge el inicio del juego, cualquier arbusto o piedra puede ser un signo de peligro y cualquier error fatal cuando estamos a merced de la naturaleza en crudo. Las reglas aquí son las más básicas y primarias posibles, esas que construyen pirámides tróficas y que dicen que la tejona se come al ratón y que a ella, si se descuida, la devora el águila. Shelter está regido por la pura entropía de la convivencia salvaje y sus ciclos vitales, y, desde su mismo arranque, tener a esa pequeña prole indefensa a nuestro cuidado tiñe el paisaje de un miedo primitivo. Nos obliga a negociar riesgos, a desconfiar de cualquier refugio y relativizar los estómagos vacíos.
La necesidad de cazar, recolectar y proteger es constante, pero a cada etapa del viaje le corresponde su propio peligro. Primero es esa sombra de alas extendidas que revolotea sobre nuestras cabezas y que nos obliga a permanecer en la hierba alta; luego la noche y su manera en que alimenta la imaginación con sus ruidos; más allá, los rápidos del río. La perpetua tensión de Shelter se expresa a través de esa maternidad sacrificada que pone las vidas de los hijos por delante en todo momento, pero que no puede descuidar la supervivencia propia porque sin ella todo estaría perdido. Somos más rápidas, más fuertes, más hábiles que ellos, pero son sus limitaciones las que nos dan la medida al mundo.